miércoles, 16 de abril de 2014

La tinta que delimita una incisión
















Los Mutilados, 1923
Hermann Ungar
Siruela. Madrid
2012
160 páginas





Una de las primeras aproximaciones a la literatura ocurre con el placer que nos genera una historia al pasar las páginas. Esto crea cierta complicidad entre autor y lector, vínculo que disuelve toda lógica de espacio y tiempo. Nosotros, como lectores, estamos dispuestos a aceptar el entramado que comenzará a tejerse una vez que abramos el libro. Pero para que esto ocurra, el autor debe seducirnos con solo algunas palabras que remezan alguno de nuestros sentidos. Hermann Ungar escogió Los Mutilados y esta combinación de artículo – sustantivo es suficiente para provocar la curiosidad de nuestra mente lectora, haciéndonos retroceder un paso y bajar de nuestra posición civilizada, despertando una morbosidad que esperamos estimular con lo que se esconde tras esa combinación.

Existe un proverbio antiguo que dice “la venganza es un plato que se sirve frío”. Probablemente Franz Polzer, protagonista en la novela de Ungar, no lo sabe. Pero su historia es la historia de la venganza. Venganza del ser oprimido, insignificante, aquel que ni siquiera tiene conciencia de sus miembros. Es más, se le presentan como elementos fraccionados tal como deja ver Polzer tras la amputación de Karl Fanta: “¿Qué han hecho con el brazo?” es su pregunta.
Estas fracciones son lo que dan cierta idea del sujeto moderno. Cada reunión con Fanta, cada excursión con la viuda Porges, cada intercambio de palabras con un compañero de la banca no solo articulan la trama sino que configuran a un personaje como Polzer. Es por estos acontecimientos que logramos hacer una idea de él, logrando trascender a una figura más compleja que la mera bidimensionalidad descrita en las páginas.
Polzer es una construcción histórica, una acumulación de la escoria que las sociedades han ido barriendo siglo tras siglo bajo la alfombra. Y esta es la venganza, no de Polzer sino de Ungar. Levantar aquel bello tapete que ha decorado nuestros espacios íntimos y mostrarnos su repugnancia, que el hedor de aquel cuerpo en descomposición impregne cada fibra de nuestro hábitat, hasta vivir en una constante náusea.

Vuelvo al viejo proverbio. Si el contenido de Los Mutilados es la venganza, Ungar, para entregarnos este plato, ha bajado la temperatura tantos grados, que una fina capa de hielo ha cubierto su producto. Y es que aun cuando este contenido se acerque a un visceral expresionismo, este ha sido registrado en las páginas por medio del más frío objetivismo. Esta unión que a primera vista puede parecer contradictoria es un atributo que el lector debería agradecer, ya que amplía de manera sustancial el rango de interpretación. Especialmente cuando nos toca juzgar si el testimonio que se nos presenta merece nuestra compasión, nuestra burla o nuestro desprecio. En fin, cualquiera sea el territorio que decidiremos explorar ante el patetismo de nuestro Polzer. Casos tales como el nudo dramático que gira en torno a un diminuto agujero en su pantalón: “Polzer, aterrorizado, puso el sombrero sobre el agujero. Durante toda la tarde, sostuvo el sombrero sobre el agujero con ademán protector”.
Recursos como la reiteración y la omisión podrían ser lapidarios en otros autores, pero Ungar está cincelando un epitafio con su narrativa. Estos recursos dan fuerza y ayudan a posicionar las palabras escritas en el mármol que se erige sobre el verde prado de la historia de la literatura.
La reiteración cumple dos funciones. Las primeras diez veces que Polzer piensa en “la raya del pelo”, ya sea de la cabeza de su tía o de la cabeza de la viuda Porges, Ungar no está tratando de reafirmar aquella imagen en la mente de nuestro protagonista sino en la nuestra, que podamos establecerla e identificarla como un símbolo en su narrativa. Pero hacia la trigésima vez que leamos “la raya del pelo”, Ungar ha destruido cualquier tipo de conexión con una cabeza, ha dejado caer aquella imagen en el vacío del absurdo y la locura, tanto de Polzer como nuestra, evidenciando la ridiculez de nuestra condición racional, la pretensión de querer dar lógica a cada estímulo que electrifica nuestras fibras. De igual manera con muchas otras imágenes, las configura de manera que aparenten dar sentido a la psiquis de Polzer, luego las repite una y otra vez hasta que nuestro cerebro las suelte y se entierren en nuestra piel.
Las omisiones se vuelven una de las mayores fortalezas. Por cada detalle que la novela oculte nuestra mente dará una decena de posibilidades, cada una más macabra que la anterior. Y es en esta espiral al abismo que la novela ha encontrado su lugar en nosotros, se alza reclamando su lugar como miembro de un cuerpo que no sabíamos existía.

Para concluir, retomo la imagen del plato servido frío. Es comprensible que el autor haya escogido la frialdad como temperatura para servir (a) su venganza, ya que una novela como Los Mutilados solo puede surgir de las entrañas, la tinta con que fue escrita tiene que haber estado conectada a las arterias de Ungar y una incisión debió tomar lugar en su momento, de manera que Ungar pudiese deshacerse de este miembro y hoy lo podamos encontrar en la estantería de alguna librería o biblioteca. De ser así, solo la frialdad puede evitar la descomposición y permitir que Los Mutilados pase la prueba del tiempo sin ningún deterioro. Con esto en mente, quizás podamos ser nosotros los que respondamos  a la pregunta de Polzer -“¿Qué han hecho con el brazo?”-. Ha estado cubriéndose de polvo en distintas estanterías, esperando que algún valiente se acerque y vea el corte efectuado en donde antes había estado un hombro. Que aquel corte dé cuenta que ese miembro alguna vez estuvo conectado a un cuerpo que albergaba el calor de la vida misma. Que aquel corte dé cuenta también de la enfermedad que arrebató aquel calor de dicho cuerpo. Que aquel corte nos haga entender que a veces enfermedad y cuerpo son uno solo.
Y mientras mayor proximidad procuremos, la obra de Ungar comenzará a perder su frialdad y subirá paulatinamente sus grados, debido que será de nuestro calor que se alimentará. Y aceptaremos de buena gana este pacto, ya que una vez subida la temperatura, nos atraerá el color y olor que este corte desprenda.  Ese es el placer que nos otorga Los Mutilados, el goce de que aunque caminemos sobre nuestros dos pies aún somos bestias que reaccionan al aroma de la carne fresca.

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